domingo, 1 de junio de 2014

No estaba muerta...

Ocho meses después hago acto de vergonzosa presencia por aquí O///O
No es que antes hubiera sido muy constante pero esta vez han sido muchos veces y ya la conciencia me recriminaba XD. De hecho, en más de una ocasión pensé cerrar el blog; no me gusta sentir que tengo cosas pendientes de las que no puedo hacerme cargo, pero tampoco me gusta darme por vencida así que aquí estoy de nuevo.
No tengo mucho que aportar. Hace mucho que no escribo con regularidad y lo que hago son pequeñas cosas que me mantienen mínimamente activa.
Como no es a contar mi vida que he vuelto, publicaré, en un intento de retomar una actividad normal, una mini colección de drabbles que escribí las pasadas Navidades para un evento de Pasión Latente, el Club de Fans de Camus & Milo en Saint Seiya Yaoi.
A quien guste de leer...



Reencuentro

                Sentía tu mano bajando por mi espalda, por mi cadera, por mis piernas...  Acariciándome lentamente, reconociendo un territorio grabado en el recuerdo, disfrutando de la oportunidad de observarme y tocarme de una manera casi furtiva. Yo no me movía, pero todo mi cuerpo se estremecía con tu roce.
                Ya no quería esperar, la sensación era maravillosa; nacía en un lugar más cercano a los sueños que a la realidad y crecía envolviéndome de necesidad. No, no podía esperar.
                Tu mano subió por la parte interior de mis muslos; cuando llegó al final una vibración me agitó sin remedio haciéndome soltar un leve gemido. Me abracé con fuerza a la almohada y flexioné un poco más la pierna que tenía doblada ofreciéndome más a ti. Te deseaba y te necesitaba; los meses de separación se habían hecho presentes de repente. No sabes cómo adoro y detesto tu natural parsimonia… Tus dedos se deslizaron suavemente entre mis glúteos, sin profundizar, acariciando levemente, incitándome; despertando muy despacio mi sexo  igual que habías hecho con el resto de mi cuerpo.
                Esas caricias tan suaves y lentas me provocaron una excitación muy rápida y muy intensa. Te deseaba tanto que dolía. Notaba mi sexo latir fuertemente como si mi corazón se hubiera instalado allí y ya no quería que las caricias fuesen tan suaves sino que respondieses a ese latido con igual intensidad.  Lo necesitaba, lo pedía a gritos y sentía que si lo hacías me correría inmediatamente, sin remedio… Y sólo pensarlo me excitó aun más.
                –Camus…
                Deseaba tu cuerpo, tu aliento, sentirte dentro…
                Cuando te inclinaste sobre mí y sentí el calor de tu piel en mi espalda fue como una victoria y a la vez una derrota; estaba rendido a ti, totalmente dominado por tus caricias, suplicando internamente que terminaras conmigo, que me mataras de placer. Y comenzaste a hacerlo, hundiéndote hasta el fondo en mis entrañas. Y seguiste haciéndolo una y otra vez. Primero no tan rápido, saboreando cada embestida, besando mi cuello, apretando mi carne... Luego, de rodillas, me tomaste de la cintura y me levantaste hacia ti aumentando el ritmo de tus movimientos y tu respiración. Una de tus manos fue directa a mi sexo para estimularlo con fuerza, con rabia, con urgencia, sabiendo que esa combinación acabaría conmigo.
                Tus gemidos se unieron a los míos. Yo ya estaba en lo más alto y en ese instante deseaba tu orgasmo mucho más que el mío.
                –¡No pares!
                 Sentí un par de embestidas más fuertes y cómo seguidamente te derrumbabas sobre mí. Tu aliento fuerte en mi nuca me provocó un intenso escalofrío, me retorcí bajo tu peso y, en ese instante, mientras sentía tu orgasmo sentí también el mío.
                Dejamos de movernos. Seguiste tendido sobre mí, exhausto, unidos todavía.
                –¿Cuánto te quedarás esta vez? –pregunté.
                –Hasta que te quedes satisfecho.
                –Entonces no podrás volver a irte.
                –No lo haré.
FIN


Retraso

                La luna llevaba horas reinando en el cielo cuando una nube negra pasó por encima de ella ocultándola de la vista del Guardián de Escorpio que la miraba fijamente desde hacía rato en busca de alguna respuesta para su desespero. El telón de la oscuridad se retiró y el cuerpo celeste iluminó al que esperaba ver llegar.
                –Permiso para pasar.
                Su voz, con ese peculiar acento fruto del francés que conservó y del ruso que adquirió, sonaba seria, correcta, protocolar. Milo se despegó de la columna que había estado soportando su peso y avanzó hacia el francés; buscó su mirada entre los cabellos lacios de su flequillo y encontró la sonrisa en sus ojos; la versión tierna, desprovista de la habitual severidad con la que observaba el mundo, la que le dedicaba sólo a él… Y quizás al par de mocosos…
                Se contemplaron; se conocían a la perfección, por fuera e incluso por dentro, pero no era un motivo para perder la ocasión de recrearse en la visión del otro.
                –Adelante –terminó por decir el escorpiano, abriendo el camino al interior del Octavo Templo.
                Camus lo siguió en silencio; la gran sala contigua estaba oscura y silenciosa. Milo caminaba delante, a duras penas distinguía su silueta pero escuchaba claramente sus pasos, hasta que estos cesaron de pronto e inmediatamente tuvo frente a sí los ojos claros del griego brillantes y tan visibles a los suyos como las estrellas en el cielo.
                –Ya estás dentro –dijo el escorpiano–. Ahora gánate el derecho a salir.
FIN
               

Amor

                Puede ser que el momento, la forma o el tiempo que estemos juntos, cambie dependiendo del día o de las circunstancias pero lo que siempre se mantiene y está presente, es el deseo y las ganas que tenemos el uno del otro y la magia propia que tienen los enamorados.
                Aprecio los arrebatos furiosos tanto como la calma serena de nuestros encuentros. Me gusta mirarnos hacer y escucharnos. Me agrada la idea de pensar que eres mi alma gemela; que estás aquí para compartir mi vida y mi lecho. Y quizás sea esa la razón de mi obsesión, de esa necesidad precoz de tenerte de la que nunca he conseguido deshacerme.
                De la que no quiero deshacerme.
FIN


Bañera

                Todo empezó en la amplia bañera de patas doradas que ocupa el centro de tu cuarto de baño. Me pediste un masaje y sentado en el borde toqueteo tu cuello, tus hombros, la amplitud de tu espalda, con las yemas de mis dedos mojados. No hay tensión en ti ni hay prisa en mí. Tenemos la noche para nosotros pues nada nos apresura y siempre me ha parecido importante ese primer contacto con la piel; las previas caricias que abren paso al deseo.
                Mis manos se pasean, te sienten; no hay pretensión alguna todavía, son castas, aplicadas y silenciosas.
                Es un masaje largo que se despliega invadiendo lentamente tu cuerpo, delineando tu vientre, explorando tu plexo solar… Mis palmas dan pasos firmes, sin perderse jamás ninguna de las sensaciones que en su avance despiertan en tu persona. Es placentero jugar alternativamente con todo y sentir como respondes con suspiros cada vez más intensos, mostrándome el camino.
                Me acerco a besar tu mejilla y tus labios me buscan; nos besuqueamos apenas en la boca, breves contactos y una última languidez. Tus labios están entreabiertos ahora, igual que tu cuerpo entero, igual que tu alma, ofreciéndome entrar. Te miro a la cara y acepto la invitación.
                Enseguida estoy desnudo yo también, dentro del agua tibia, dentro de ti y nos abandonamos a una acuática cópula; sin prisa, sin restricciones, sin más intención que no terminar.
FIN


Beso

                Ninguno podría recordar el número de veces que se habían besado. Era fácil recordar el primer beso, alguno dado o recibido por sorpresa, otro buscado u otorgado por una razón especial o algún otro compartido en un lugar extraño o inapropiado, pero si se ponían a recordar terminaban por perder la cuenta; era como contar las estrellas del cielo; todas hermosas, todas especiales pero infinitas e incontables.
                No importaba cuántos hubieran sido; la emoción seguía siendo la misma, el deseo de darlo o recibirlo, la sorpresa al no esperarlo y la necesidad de hacer sentir cuánto se disfrutaba.
                El tiempo y la distancia ayudaban a todo eso; el primero después de un largo período de separación los sorprendía siempre como un estallido; arrollándolos con una impaciencia nueva, con un ardor que hacía enloquecer sus vientres y les obligaba a abrir bien la boca para dejarse entrar el uno en el otro, para permitir que sus lenguas se encontrasen y decirse sin palabras que se tenían, que estaban ahí, tan dentro del otro como si fuesen uno.
FIN

Gracias a quienes aún siguen por aquí :3

Saludos y hasta pronto... Espero :P




lunes, 7 de octubre de 2013

¡Hola!

Han pasado... Buff... No quiero ni contar el tiempo desde la última vez que pasé por aquí. La razón es la de siempre, la falta de tiempo. Mi situación laboral ha cambiado y ahora tengo nuevas responsabilidades que se llevan aún más de mis horas de ocio.

No he escrito prácticamente nada desde hace meses, tan sólo inicios que, de momento, se han quedado en eso, en inicios de relatos que espero poder concluir en algún momento.

Lo único completo que ha salido de mis manos ha sido esta pequeña historia que guarda cierta relación con algo que escribí hace ya tiempo, en mis comienzos. Aquella historia se llamaba "Afortunado en el juego, ¿desafortunado en amores?" y esta otra, bien podría haber sido el antes de esa XD.

Repóker


                  –Llegas tarde –gruñó, desde la sombra que le proporcionaba la columna en la que se apoyaba.
                –No lo creo. –Camus se detuvo. Milo estaba oculto a sus ojos; tenía la vista fija en el lugar del que había llegado la voz, pero no lo veía–. Cuando me pediste que viniera no mencionaste hora alguna.    
                –Hace rato que te espero.
                –No lo sabía. –Ahora que Milo había salido de la oscuridad podía ver que la expresión de su cara reflejaba la misma molestia que su voz–. Lo siento.
                –Da igual –dijo y, tomándolo de la muñeca, tiró de él hacia el interior del templo–. Apúrate; tenemos poco tiempo.
                –¿Poco tiempo para qué?
                No entendía nada; ni el porqué del enfado de Milo, ni sus prisas. El escorpiano no dijo nada más mientras lo arrastraba con prisa por el pasillo hacia sus dependencias personales y la confusión de Camus creció aún más cuando, al entrar por la puerta del cuarto, le colocó en las manos una baraja de cartas que no supo de dónde sacó.
                –¿Qué es esto?
                –Una baraja.
                –Eso ya lo veo pero, ¿para qué me la das? ¿Qué quieres que haga con ella?
                –Quiero que te hagas su amigo –respondió con voz risueña–. Es francesa. –Le guiñó un ojo–. Supongo que podréis entenderos, ¿verdad?
                –¿Quieres… –Lo miró fijamente tras parpadear con rapidez varias veces seguidas–. ¿Quieres que hable con ella? –inquirió confuso.
                –¡Qué gracioso! –repuso burlón. Recobró los naipes de las manos titubeantes de Camus y fue a sentarse sobre la cama–. Ven aquí. –Palmeó sobre el colchón–. Tenemos una hora para que aprendas a jugar al póker.
                Seguía sin entender nada.
                –¿Al póker? ¿Para qué?
                –Shura, Aldebarán, Death, Aioria y yo jugamos cada semana –explicó–. Aioria no está y tú vas a sustituirlo.
                –Pero…
                –¡Chist! –Alzó el dedo índice; la protesta del acuariano les haría perder un tiempo que ya era de por sí escaso–. Presta atención.
                Durante los siguientes minutos Milo extendió los naipes sobre la cama, señalando e indicando el nombre y el valor de cada uno de ellos y cuál era el mejor modo  de combinarlos. Tréboles, picas, diamantes, corazones… Ases, Reyes, Reinas… Tríos, dobles parejas, escaleras de color… Hasta que decidió que la mejor forma de comprobar si Camus había entendido algo era con una partida de prueba.
                –Venga, ¿qué tienes?
                Había mostrado sus cartas y se desesperaba viendo como el francés miraba las suyas muy concentrado una y otra vez, pero sin hacer ningún movimiento.
                – ¡Por todos los dioses, Camus! –Se dejó caer de espaldas sobre el colchón en medio de un aparatoso aspaviento–. Nos van a dar una paliza…
                –No dramatices. –Tomó uno de los cojines que descansaban a su lado y se lo tiró al desesperado escorpiano–. Lo he entendido y creo que te gano –auguró, descubriendo su jugada.
                Milo se incorporó y, tras devolverle el cojín a Camus, observó las cartas.
                –Vaya… Bien jugado –admitió–. Sabía que lo entenderías.
                –Sí, claro…
                El cojín voló de nuevo hacia el griego.
                –¡Hey…!
                Las agujas del reloj habían cubierto ya más de la mitad de su recorrido alrededor de la esfera blanca. La lección había ido bien hasta el momento, pero quedaba todavía un pequeño detalle.
                –Ahora que ya sabes jugar; falta que aprendas a apostar.
                –¿Apostar? ¿El qué?
                El de Acuario se palpó el cuerpo; no llevaba nada encima que pudiera jugarse.
                –Jugamos con fichas –explicó–. Pero por ahora podemos apañarnos con esto… –Deslizó las manos por debajo de su camiseta y se la quitó, arrojándola luego por encima de su cabeza–. ¿La ves?
                –La veo –respondió Camus, volviendo a mirar al griego después de haber seguido el vuelo de la prenda–. ¿Y ahora qué?
                –Ahora tú tienes que subir la apuesta.
                –¿Subirla? ¿Qué significa eso exactamente?
                –Pues que tienes que quitarte la camiseta… –Se arrodilló sobre el colchón y gateó hacia Camus para ayudarle a hacerlo–. Y ahora… –La ropa del francés fue a parar junto a la que él se había quitado antes–. Tienes que apostar algo más…
                –Vale… –susurró–. Los zapatos.
                –Veo tus zapatos. –Se deshizo de los suyos con rapidez–. Y subo unos vaqueros.
                Dejó su lugar en la cama; uno a uno, desabrochó con lentitud los botones de la bragueta. Miró a Camus y esperó un tentador momento antes de quitárselos por completo.
                –De acuerdo.
                Camus se levantó y, parado frente a él, repitió los movimientos del heleno–. Los veo y subo… ¿Unos calcetines? –preguntó. Aunque su tono divertido no encajaba con su intensa mirada.
                –Esos puedes dejártelos.
                Milo se aproximó y rozó la gruesa columna que se marcaba contra la tela de algodón, logrando un estremecimiento por parte de Camus. Luego deslizó un dedo por debajo de la goma de la cintura y tiró de ella.
                –¿Lo has entendido? –preguntó.
                –Creo que si…
                Camus se quitó los calzoncillos y esperó, exhibiendo su oscuro vello púbico, mientras se sujetaba el pene con el puño.
                Milo tardó unos segundos en reaccionar. No es que no hubiera antes lo que ahora el francés se empeñaba en ocultarle, pero la imagen resultaba demasiado cautivadora como para dejar de mirarla. Tragó saliva y habló en un ronco susurro:
                –Me parece que ya es hora de que te enseñe lo que son los comodines.
                Camus arqueó las cejas.
                –¿También hay comodines?
                –Por supuesto… –Le apartó la mano y acarició lo que había estado guardando–. Y si los empleas bien, puedes ganar la partida.
                –¿En serio? –preguntó en medio de un suspiro.
                –En serio –Sus labios dibujaron una sonrisa maliciosa y perfecta–. ¿Quieres saber cómo?
                Camus echó un rápido vistazo al reloj.
                –¿Nos queda tiempo? –preguntó. Aunque era ya demasiado tarde para ignorar lo que sus cuerpos pedían a gritos.
                –Tendremos que aplicarnos…
                Dejándose llevar por un impulso desmedido y agresivo cayeron abrazados sobre la cama; acariciándose de arriba abajo mientras sus respiraciones se iban haciendo más entrecortadas y aumentaban la velocidad y el deseo. Milo le hincó las uñas en las nalgas y Camus lo penetró con tanta implacabilidad que su excitación creció aún más.
                Estaban tan absortos en el estremecedor placer que los recorría que no fueron conscientes de las presencias que avanzaban por el Templo.
                –¡Milo!
                Esa voz no pertenecía a ninguno de los dos.
                –Creo que tus invitados han llegado. –Camus jadeó contra el oído de Milo mientras seguía empujando con fuerza.
                –¡Mmmm… ¡¡Mierda! ¡Mmmm…! –gimió–. ¡Muévete, muévete! ¡Deprisa!
                –No grites. –Le puso una mano sobre los labios–. Van a oírte.
                Nunca habían hecho el amor en esas circunstancias. Ni siquiera durante las breves visitas de Milo a Siberia habían estado tan cerca de ser descubiertos. Pero era excitante. Cada movimiento, por pequeño que fuera, aportaba una sensación de placer prohibido. Comenzaron a restregarse con todas sus fuerzas, intentado acelerar las cosas. La cama, la habitación al completo, se sacudía.
                –¡Milo!
                Otra vez…
                –¡Deprisa, deprisa…! –pidió con voz inconstante debido a las acometidas–. Yo ya… Ya… Camus, córrete… ¡Córrete..!
                Y lo hicieron; como estrellas explotando, con salvaje y hormigueante placer. Se permitieron un instante para permanecer tumbados, jadeando, pero un nuevo grito acortó el momento.
                Milo se levantó, recogió su ropa del suelo, cerró los pantalones sobre su todavía hinchado miembro y salió corriendo al pasillo terminando de vestirse. No había razón para que sus visitantes se aventuraran más allá del salón en el que solían reunirse, pero no iba a arriesgarse.
                –¡¡Miilooo!!
                Qué pesado podía llegar a ser ese hombre…
                –Se agradece la puntualidad –saludó a sus compañeros que permanecían algo confusos en medio de la sala–. Ya puedes dejar de gritar Death. ¡No estoy sordo!
                –Disculpa, disculpa… Pero es que no sabíamos si estabas en casa –replicó, acercándose. Mientras hablaba, caminaba en círculos alrededor del escorpiano–. ¿Estás bien, Milo? Pareces azorado.
                –Estoy perfectamente, gracias. –En realidad estaba sudoroso y enrojecido y trataba, como podía, de calmar su fuerte respiración–. Tú siéntate y cállate. –Tiró de la arrugada camiseta tratando de tapar la zona que aún palpitaba entre sus piernas–. Ya es bastante con aguantar tus quejas cuando pierdes.
                –Esta noche no. Tengo una corazonada.
                –¿En serio, Death?
                Aldebarán cuestionó con una sonrisa la predicción del canceriano y Shura simplemente meneó la cabeza. Ese hombre jamás dejaba de fanfarronear.
                Mientras, Camus había entrado en el salón sin que nadie reparase en él. Saludó con calma:
                –Buenas noches.
                –¡Camus! –La sorpresa de DM fue exagerada–. ¿Ya estabas aquí?
                –Sí –respondió sin agregar nada más.
                –¿Nos acompañarás esta noche? –preguntó Shura.
                –Al parecer, así será.
                –Toma asiento –invitó Aldebarán–. DM va a demostrarnos sus dotes de vidente –bromeó.
                –Ríete ahora. Pronto dejarás de hacerlo –masculló el italiano.
                –Sí, sí…
                –Señores, por favor –intervino Shura.
                Camus se sentó frente a sus compañeros, entrelazó los dedos sobre la mesa y agachó la cabeza, ocultando el rostro de ojos curiosos. Apretó los labios con fuerza. A espaldas de sus invitados Milo se acercaba despacio a la mesa con las cartas y las fichas de juego mientras movía los ojos y la boca en una exagerada mueca de éxtasis.
                Pasase lo que pasase esa noche, él ya había ganado una partida.




FIN



Y ya que estoy, os dejo un par de dibujitos de los chicos en su versión manga. Siempre los preferiré con su aspecto en el anime, pero me apeteció dibujarlos tal cómo Kurumada los pensó.




Un gran saludo para quienes aún se pasen por aquí :3

jueves, 11 de julio de 2013

Instantes...

Tengo esto muy olvidado, igual que casi todo en los últimos tiempos.
Hace algún tiempo le di un vuelco a mi situación laboral y ahora soy mi propia jefa, lo que, de momento, tiene más inconvenientes que ventajas; el primero de ellos, la práctica ausencia de tiempo para mí y mis chicos favoritos.

En estos momentos escribir está fuera de mi alcance; no encuentro el tiempo ni las ideas consiguen tomar forma concreta en mi cabeza, pero como no puedo no hacer algo por mis niños lindos me he estrenado con un vídeo a causa de un evento del Club de Fans de Camus en Saint Seiya Yaoi.

Las imágenes pertenecen a esta página: Aquarius y la música es la versión de "The only exception" de Paramore.


sábado, 1 de junio de 2013

Más menudencias...

Sigo sin mucho tiempo ni mucha inspiración, pero, como ya comenté en una entrada anterior, intento cada semana participar en el Reto Visual que el Club de Camus y Milo tiene en marcha.

Estas son las últimas mini-historias que he escrito:

Atemporal

                «Hemos viajado en el tiempo.»
                El pueblo celebraba el equinoccio, llamando al concluir de la penumbra, augurando el rebrotar de la semilla desde el interior de la tierra. Campesinos y aldeanos retornados desde zonas limítrofes y aisladas se solazaban en la plaza mayor y callejas aledañas, dejándose llevar por los sonidos de los músicos ambulantes venidos del otro lado de los montes, las palabras chillonas, llenas de promesas, de los mercaderes, los ánimos envalentonados por el alcohol y el calor de los fuegos de las hogueras alzándose en la noche.
                Podía verlos danzando; muchos se abrigaban con enormes pieles curtidas que ocultaban sus cuerpos por entero y simulaban los gestos de las bestias, otros se adornaban con vestimentas de factura más elaborada, con plumas y colores. Del gentío emergían los gritos y los cantos, las risas desenfrenadas y los llantos, con la misma facilidad que el fuego consumía los troncos.
                Desde la pequeña ventana del cuarto, mientras miraba el espectáculo que tenía lugar unos metros más abajo, Milo no podía dejar de pensar: «Hemos viajado en el tiempo.» Camus no había querido decirle qué buena ventura le diera a conocer ese lugar. «Aquí seremos sólo tú y yo.» Había dicho.  El frío era despiadado, pero Milo tenía las dos hojas de madera que cubrían el vano abiertas de par en par, recibiendo en su rostro las indescriptibles sensaciones del aire helado que turbaban sus sentidos con un sinfín de anhelos e inquietudes. Sintió los pasos sigilosos de alguien que se acercaba; era Camus. Igual que una estación da paso a otra, hacía años que su infantil amistad había dado paso al amor y ahora que la misión de Camus en Siberia había concluido, al fin, disponían de tiempo para dedicarse.
                Camus apartó a Milo del vacío de la ventana y cerró con destreza las tablas, fijando la traba; luego tomó el rostro aterido del escorpiano con sus manos y despojó su piel de la humedad que la noche le había dejado como si retirase la escarcha de los  pétalos de una flor de las nieves.
                –¿Acaso quieres congelarte?
                Como si no hubiese escuchado la pregunta, Milo se sentó en el banquito contra el que sus rodillas habían estado chocando mientras contemplaba la algarabía exterior, abrazó al acuariano por la cintura, hundiendo el rostro en los pliegues de la ropa demasiado holgada que llevaba y espiró de ella el embriagador olor de su cuerpo. Camus se dejó hacer, se dejó abrazar así por el griego, que se demoró todavía un poco, meciéndolo suave y besando repetidamente el lugar en el que descansaban sus labios.
                –No quiero irme –dijo, con la voz amortiguada por las telas–. Quedémonos. –Esas poco más de cuarenta y ocho horas habían sido lo más parecido a la vida que secretamente deseaba tener.
                –¿Quedarnos? –Camus acarició despacio la cabeza de Milo–. ¿Comiendo poco, durmiendo menos y perdiendo las escasas fuerzas que nos queden entre las sábanas? No duraríamos mucho.
                Camus bromeaba, pero las últimas palabras del francés dieron allí donde más dolía. Ese era su mayor miedo, porque lo sabía real e inevitable, porque era parte de su destino; de un destino para el que se habían preparado desde su más tierna infancia. Un destino que era más importante que ellos mismos, uno al que, a pesar de todo, ninguno de los dos renunciaría aunque no siempre fuesen capaces de entenderlo.
                –Nosotros no viviremos mucho de todos modos. –Se despegó del de Acuario y lo miró mientras se enderezaba.
                –Lo sé. –Camus ladeó la cabeza y lo observó atentamente. Los ojos de Milo eran, normalmente, como un pedazo de cielo encerrado tras un límpido cristal pero, en ese momento, parecían querer cubrirse por el velo gris de una tormenta y le sonrió con ternura–. Por eso quería que viniésemos aquí; a un lugar sin tiempo en el que simplemente fuésemos tú y yo –dijo, tocando primero el pecho de Milo y luego el propio.
                –Camus… –Un incontenible escalofrío lo estremeció de la cabeza a los pies. Esa declaración le había causado más desazón que consuelo. Le tomó las manos y las apretó entre las suyas, mirándolo preocupado–. Eso me suena a despedida –murmuró, a punto de dejarse llevar por la angustia que sentía crecer en su interior.
                –No lo es, Milo. Yo nunca podría despedirme de ti.



FIN


Similitudes
                La primavera se mostraba tímida todavía en tierras siberianas, pero a esas alturas, la estación, bien entrada ya, en Grecia apabullaba con su esplendor a propios y extraños. La piel descubierta  de sus brazos  se quejaba por la agresión del sol con un cosquilleo que, si bien al principio fue agradable, estaba empezando a ser un molesto ardor.
                Había dejado atrás la costa y ascendía por un camino tortuoso que daba vueltas alrededor de la montaña, desfilando por diversos parajes. El litoral desaparecía de la vista dando paso a verdes valles, cubiertos de espesa hierba y frondosos árboles que, repentinamente, desembocaban en agrestes terruños surcados por vastas plantaciones de plateados y retorcidos olivos. Más adelante, aparecían las modestas pero, aun así, exuberantes huertas; signo inequívoco de que Rodorio, ese pequeño pueblo que parecía colgado de la ladera del rocoso monte como un nido de águila, estaba cerca, alegrado por el colorido vivo del florecer primaveral pero adusto e impenetrable para ojos ajenos.
                Por más veces que sus idas y venidas le hubieran permitido apreciarla, a Camus no dejaba de sorprenderle esa mezcla contradictoria y hechizante. Era hermosa. Era como él; tan agradable a la vista como un paisaje surgido de las fuentes mismas de la primavera, pero duro e inaccesible para quienes no comulgan con su esencia, salvaje y viril.
                Milo sabía que la primavera, además del reverdecer de los campos, el brotar de las flores, el canto de los pajarillos y demás  lindezas a las que cantan los poetas, traía consigo el retorno de Camus. Cada  primavera el Guardián de Acuario volvía Santuario para informar al Patriarca de los progresos de sus jóvenes aprendices y, este año, estaba haciéndose de rogar. Hacía días que esperaba verlo aparecer. Antes de proseguir la subida hasta Escorpio echó un último vistazo al horizonte; allí estaba, lejano y pequeño, pero inconfundible a sus ojos.
                La primavera había llegado al fin.


FIN


Compañeros

               Como casi todos los atardeceres desde que volviera al santuario, Camus fue a ver a Milo a Escorpio, para compartir con él las horas nocturnas. Durante el día, absorbidos uno y otro por sus respectivas tareas, no podían intercambiar más que algunas miradas. A la caída del sol, el tiempo les pertenecía.
                En la semioscuridad de su cuarto, vestido sólo con un raído pantalón demasiado ajustado, el escorpiano se ejercitaba espada en mano, girando sobre sí mismo, avanzando y retrocediendo, embistiendo a algún enemigo oculto entre las sombras.
                El último rayo de luz se reflejó en el filo plateado. Con una sonrisa en los labios, Camus de Acuario cerró los ojos, se apoyó en la madera de la puerta y permitió a sus recuerdos llenarle la memoria.
                La primera vez que la vio, ellos no eran más que nos niños y la espada sólo un hierro viejo comido por la herrumbre. Milo la había encontrado en el interior de un antiguo baúl olvidado en una polvorienta habitación.
                «¿Qué es eso?», preguntara y Milo lo había mirado como si hubiese hecho la pregunta más tonta del mundo.
                «Es una espada».
                El griego estaba entusiasmado con su hallazgo y, aunque necesitaba de las dos manos para sostenerla, la blandía de izquierda a derecha en contra de un ejército invisible. Lo cierto es que a Camus no le parecía una espada. Era extraña… Distinta de las que alguna vez había visto en los libros.
                Años más tarde, una tarde que, como ese mismo día, había ido a buscar a Milo lo encontró afanado en pulir el metal, en devolverle a la espada su esplendor de antaño. Para ese entonces Camus ya sabía que el tesoro de su compañero era una espada espartana; arma y muchacho estaban unidos por un pasado que henchía al griego de orgullo.
                «¿Qué te parece?» Sosteniéndola con ambas manos, como si fuese un retal de delicada seda, Milo le había mostrado la espada.
                «Se ve muy bien, Milo.»
                «¿Verdad que sí?» El escorpiano mostraba una sonrisa satisfecha. Tenía ya fuerza de sobra para sujetarla con una mano y en un par de movimientos cortó el aire con la brillante hoja. «Ten», inmediatamente después se la había tendido, acompañando su ofrecimiento con una declaración: «Ella es nosotros».
                La frase sólo fuera un susurro y Camus no la entendió hasta aquella tarde en que Milo lo besó. Habían luchado uno junto al otro, espalda contra espalda, por su deber… Por ellos… Desde ese día fueron compañeros en la batalla y en la vida.
                –¿Vas ganando? –Camus abandonó el pasado y dio un paso en el presente.
                –¿Lo dudas?
                Camus se arrimó a la espalda del escorpiano y aprisionó con dulzura la mano que sostenía la empuñadura, haciéndola oscilar suavemente de un lado a otro.
                –Has hecho un gran trabajo con ella. –La hoja plateada lucía imponente; digna hija de Esparta, como el hombre que la sostenía: impetuosa, fuerte, hermosa, dispuesta a la batalla y segura de la victoria–. Brilla como nunca.
                –Puedo sacarle brillo también a la tuya, si quieres…
                –Milo yo no tengo ninguna… –Se separó del griego y lo miró confundido hasta que una carcajada lo hizo comprender–. Idiota…


FIN


Sentimientos

                No encontró a Camus en la Casa de Acuario pero la habitación olía a él; a un mundo distinto y privado en el que le gustaba perderse.
                Al principio no había visto el pequeño objeto ovalado; no pertenecía al lugar, nunca antes había estado ahí… ¿Por qué estaba ahora? No era de Camus, no lo conocía, no era algo que el acuariano usaría. ¿Por qué lo tenía? ¿Por qué se lo ocultaba? Bueno, en realidad, oculto no estaba, pero…
                –¿Milo?
                Escucharlo hizo que diera un pequeño respingo. Había estado demasiado concentrado en sus pensamientos como para darse cuenta de que el francés llevaba un rato observándolo y justo entonces fue consciente de lo que hacía. Sin saber cuándo ni por qué sus dedos habían comenzado a deslizarse despacio por los sutiles contornos del rostro de la mujer representada en la piedra. Se volvió a mirarlo por encima del hombro mientras continuaba con su parsimoniosa caricia.
                –Camus, ¿qué es esto? –preguntó. Desde donde estaba el francés no podía ver la joya, su cuerpo se la tapaba, pero sabía que él sabría de qué le hablaba. Esa pequeña alhaja era la única novedad en la estancia.
                –Es un camafeo.
                –Ya… -No se equivocaba–. Eso ya lo veo. 
                Hablar con Camus podía llegar a ser una empresa ardua; a veces era tan obvio, tan lógico, tan literal, tan parco, que mantener una conversación con él era imposible. Años después aún no podía asegurar si lo hacía a propósito o si formaba parte de su particular forma de ser. Por suerte, él nunca se daba por vencido y todo el tiempo compartido con el francés le había permitido conocer  las teclas a tocar para hacer sonar los acordes de su  voz diáfana.
                –¿Por qué lo tienes? –Camus nunca eludía una pregunta directa. 
                –Era de mi madre, creo…
                –¿De tu madre? –No hubiera imaginado tal respuesta, pero, sin duda, era la más lógica y, por supuesto, la única aceptable.
                –Sí.
                No iba a ser una conversación fácil.
                –¿Desde cuándo lo tienes? ¿Por qué no me lo habías enseñado antes?
                –Lo he tenido desde siempre, pero no sabía que lo tenía. –Había llegado hasta Milo y observó en silencio su pequeña herencia antes de continuar–. Cuando Valo me trajo aquí desde Francia, trajo también un pequeño baúl con algunas pertenencias familiares. Me dijo que lo guardase, que en él estaba mi pasado y que algún día, cuando fuese quien estaba destinado a ser, podría abrirlo y conocer mis orígenes.
                –¿Y? –Camus se había quedado callado. Si pensaba que esa explicación había sido suficiente, se equivocaba. Tenía que saber qué había en la cabeza del francés–. ¿Por qué decidiste abrirlo ahora?
                –Quería entender a Hyoga –respondió quedo.
                Milo negó. Ese mocoso era como un grano en el trasero. Le procuraba a Camus demasiados  quebraderos de cabeza y, de paso, también a él.
                –Camus, ese crío…
                –Milo… –lo interrumpió al tiempo que alzaba la cabeza y trasladaba su mirada del camafeo a su compañero–. Le he pedido que renuncie al recuerdo de su madre, pero yo nunca he tenido que hacer algo así. Yo no recuerdo a la mía… Miro ese colgante y no recuerdo nada. Sé que debería sentir algo, pero no siento más que la necesidad de sentir y, no sé, tal vez, una especie de nostalgia. 
                Acarició el rostro esculpido  del retrato de la dama desconocida y entonces sintió unos labios suaves que entibiaban su cuello y un aliento cálido lamiendo el lóbulo de su oreja izquierda.
                –Tú sientes… –susurró–. Yo siento... –Lo besó de nuevo–. Y lo que sentimos nos hace más fuertes. Si el mocoso es merecedor de la fe que le tienes, lo entenderá  y entonces será digno de su Armadura y de su Maestro.
                Camus fundió sus labios con los de Milo en un beso largo, impetuoso: bocas y dientes se encontraron, las salivas se mezclaron. Sintió con ese beso; en el interior de esa unión, rodeado por su fragor, sabía que sólo había una persona capaz de hacerlo sentir así, de envolverlo en una marea de sentimientos.
                Cayeron al suelo lentamente, sin dejar de besarse: en las cejas, en los ojos, en la comisura de los labios, en el hueco del cuello, en todos esos espacios que la ropa pronto dejó de cubrir.
                Hicieron el amor a los pies de la cómoda sobre la que descansaba el camafeo, sobre las losas frías, ocultos a los ojos cincelados del retrato, sobre los borrosos recuerdos del pasado, con la devoción de la que se crean los sentimientos.


FIN


Juegos de cama

               El viento entró en la habitación a través de la ventana abierta, enredándose en las blancas cortinas que bailotearon enloquecidas, enroscándose sobre sí mismas, volando hacia el interior atraídas por unas risas ocultas.
                Unas risas chillonas, infantiles y escandalosas.
                Unas risas que flotaban en el aire mezclándose con la brisa,  unas risas que se elevaban al techo envueltas en un blanco manto de formas ondulantes.
                Unas risas traviesas, cómplices y sinceras provenientes de unas jóvenes gargantas cuyos dueños no podían dejar de reír. Tumbados sobre la cama, agitaban brazos y piernas, haciendo que las sábanas despegasen en un corto vuelo, desplegándose como unas gigantescas alas de mariposa que se baten con gracia una vez y otra vez más, animadas por un sinfín de risas.
                Unas risas juguetonas girando en medio de un torbellino de telas blancas.
                Las primeras compartidas bajo las sábanas.

FIN




               

               
                


viernes, 10 de mayo de 2013

Instantes...

Sigo con cositas cortas =)

Estos drabblecitos ya tienen algún tiempo, en su momento los publiqué como una mini recopilación de ideas que había descartado como parte de algún fic o que no llegué a desarrollar.
Hace algún tiempo ya publiqué aquí uno que originalmente formaba parte de esta recopilación, Mint Chocolate, ahora traigo los otros.


Miradas
                Duelo silencioso. Combate de miradas sobre blanco y esponjoso campo de batalla. Iris zafiro contra iris turquesa.
                Apretó los labios. No quería hacerlo. Esta vez no perdería. Se mordió las mejillas por dentro pero no consiguió evitarlo. Era como si dos hilos invisibles tirasen hacia arriba de las comisuras de sus labios para obligarlo a sonreír.
                -¡Ash! ¿Por qué nunca puedo ganar? –preguntó fingiendo un enfado que no sentía. No le importaba perder contra él una y otra vez. No. Así no.
                Camus acarició con el dorso de su dedo índice la mejilla de Milo pero no dijo nada. En ese momento sólo le importaba el rostro dorado y cálido de su compañero; su pelo largo y ondulado; sus ojos azules y vivos, cautivadores; su boca sonrosada… Milo era hermoso pero en esas ocasiones de calmada y cómplice intimidad le parecía especialmente encantador.
                -Me gusta mirarte –confesó sin más-. Siempre descubro algo nuevo de ti… -explicó-. Una veta verdosa en el azul de tus ojos, otro bucle rebelde –sonrió al tiempo que enredaba en su dedo uno de los rizos del escorpiano-, una nueva y casi imperceptible expresión en tu cara…
                Milo se acercó y lo besó. Sus labios se juntaron con un sonido húmedo y sus lenguas rompieron la tregua que sus ojos habían pactado. Cuando se separaron de ese beso se quedaron mirándose por un largo rato hasta que Milo se incorporó y se sentó sobre el cuerpo del acuariano.
                -¿Sabes Camus? –preguntó con pícara expresión-. Hay otras partes de mí… -su voz se apagó momentáneamente mientras la camiseta que lo cubría salía por su cabeza-… que también merecen un buen vistazo.

FIN


Peluche
                Siguió con la mirada los pasos descalzos de Camus sobre la madera.
                -¿Ya se han dormido? –preguntó en un susurro.
                -Sí. Al fin –contestó en el mismo tono.
                Milo levantó las mantas y Camus se acomodó en el hueco que el griego le ofrecía junto a su cuerpo. Alargó el brazo para apagar la tenue luz de la lamparita sobre su mesilla y tiró del edredón para cubrirlos a los dos de nuevo.
                Los brazos de Milo lo abrazaron por la espalda y se apretó contra él. En seguida se sintió invadido por una cálida marejada de afecto; envuelto en esa conocida sensación de bienestar que sólo encontraba estando a su lado. Reclinó la cabeza sobre el pecho del griego que le pasó un brazo sobre el hombro y le acarició el cuello con lentitud. Así permanecieron por un tiempo hasta que se volvió en la oscuridad y lo miró. Los ojos de Milo brillaban, traviesos y mimosos.
                -Buenas noches, Milo –musitó sobre los labios del griego.
                -Buenas noches, Camus –le deseó también.
                Milo acurrucó su pecho contra la espalda de Camus y su mano descendió por el cuello, los hombros y el costado del francés hasta perderse bajo la vieja camiseta de algodón que el acuariano vestía para abrazarlo y acariciar su piel, tibia y suave.
                -Milo… -no podían. No con los críos durmiendo en la habitación contigua.
                -Sólo quiero tocarte –lo cortó. Sabía lo que Camus iba a decir-. Es que si no…, no podré dormir –argumentó. Camus lo miró por encima del hombro y continuó-. Creo que soy como uno de esos niños pequeños que necesitan abrazar un muñeco para conciliar el sueño –dijo con voz melosa-. Piensa que eres mi peluche, Camus.

FIN


Nada tan dulce
                -¿Qué es eso que te tiene tan entretenido? –preguntó Milo ya algo impaciente-. Llevo aquí diez minutos y ni te has enterado.
                -Hola Milo –saludó distraído. Giró la cabeza hacia donde había escuchado la voz de su compañero-. Perdona, no te oí llegar.
                -Eso mismo te acabo de decir –reclamó acercándose a la butaca donde el otro estaba sentado. Apoyó los codos en el respaldo y miró, por encima del hombro de Camus, aquello que lo privaba de la atención del acuariano. El francés había vuelto a perderse en sus cavilaciones-. ¿Me vas a decir qué es?
                -En realidad nada –respondió-. Sólo pensaba en el mejor modo de explicarles a los muchachos ciertos conceptos de física. ¿Te interesa? –preguntó buscando la mirada del escorpiano. Sus narices quedaron tan cerca que podían sentir la respiración del otro en el rostro.
                Mmm… Cambiando de tema… Hueles dulce –comentó un sonriente Milo. Había percibido un olor dulzón escapándose de entre los labios de Camus.
                -Son las cerezas –explicó, señalando un cuenco, sobre la mesita frente a él, donde aún quedaban unas cuantas de las mencionadas frutas-. ¿Quieres una? Saben muy dulces.
                Milo sonrió y sujetó el rostro de Camus por la barbilla con una de sus manos para obligarlo a que lo mirara de nuevo, ya que mientras hablaba se había vuelto a observar lo que señalaba.
                -No hace falta –dijo, y juntó sus labios en un breve pero intenso beso-. Nada sabe tan dulce como tu boca.

FIN


Aprovecho para publicar también algunos dibujitos (no me atrevo a llamarlos arts) que he ido haciendo. Creo recordar que ya lo comenté en alguna otra ocasión, pero lo repito. Soy incapaz de dibujar sin tener delante un modelo para guiarme. Estos son chibis inspirados en las imágenes de unos llaveros que estoy intentando conseguir :3

Mini Aurora Execution

 Mini Scarlet Needle

domingo, 14 de abril de 2013

Drabbleando...

Con motivo de un evento organizado por el Club de Camus y Milo en Saint Seiya Yaoi, he estado escribiendo una serie de historias cortas (de momento, ninguna llega a las 1000 palabras) de las que publico a continuación las cuatro primeras.
Espero poder ir aumentándolas, ya que se trata de un reto, cada semana se propone una imagen y hay que escribir sobre ella.

La piedra mágica


                «Estabas aquí…».
                Es Milo y su contrariado gesto me hace suponer que llevo demasiado tiempo contemplando estas rocas lameteadas por el mar.
                A estas horas, el sol ya mortecino,  arranca fulgurantes destellos áureos a la aletargada masa de agua, privándola de sus tonos azules, para convertirla en un inmenso manto de lamé dorado. «Lo siento». Me excuso. Hace tiempo que debí desandar el camino hasta mi templo y esperarlo, tal como habíamos acordado.
                «Tendrás que esforzarte más». Su disconformidad deviene en sonrisa y la picardía hace que su mirada brille más que los dominios de Poseidón.
                Leí una vez, ya no sé dónde, que en una de las islas del Egeo hay una piedra de alabastro, blanca como la nieve, del tamaño de una piel de toro y lisa como la superficie de una laguna en calma. Pronunciando los conjuros apropiados y si las deidades de la isla se muestran propicias, la piedra se cubre de líneas y colores que se ponen en movimiento y van cobrando forma. Entonces se ven escenas del pasado y la historia humana transcurre ante nuestros ojos. Dicen que los sabios hasta presencian el futuro. Y todo con una claridad asombrosa y un realismo inusitado, como si la vida misma desfilase, sin cesar, sobre la piedra.
                 De igual modo veo yo mi vida, cuando me miro en sus ojos, sin necesidad de piedra mágica alguna.


FIN


Cálida trinchera

               Milo apartó con un movimiento enérgico las cortinas que oscurecían la habitación. La poca luz que descendía del cielo era gris, de otoño, y se enredaba entre las nubes oscuras.
                ¡Plop!
                Una enorme gota se estrelló contra el cristal.
                ¡Plop! ¡Plop!
                Empezaba a llover despacio.
                –Mier… da… –protestó. Y su queja se perdió en medio de un incontenible bostezo–. Está lloviendo –informó, volviéndose hacia la cama.
                Camus abrió un ojo y lo volvió a cerrar con un gruñido perezoso, haciendo más patente su desgana al cubrirse el rostro con la sábana.
                –¿Tan maltrecho te he dejado? –se burló Milo.
                Reaparecieron los ojos del francés y luego la nariz, fruncida.
                –¿No piensas levantarte?
                Media vuelta y un tirón de la sábana, cubriéndose con ella hasta la coronilla. Sólo unos pocos de los cabellos oscuros del acuariano quedaron a la vista.
                –¿Pero qué te pasa con la lluvia?
                Los días lluviosos tenían sobre el francés un efecto aletargante; lo sumían en una tentadora languidez. Soltó una risilla y se lazó sobre el cuerpo acurrucado de Camus.
                –¿Eh? ¿Eh? –insistió sobre su cubierto oído.
                Con la misma facilidad con la que se colaba entre las hojas de los árboles, las gotas de agua traspasaban el frágil velo de sus recuerdos. La lluvia lo transportaba a los lejanos y casi olvidados días de su infancia en Rouen, al calor de un hogar, al abrazo amoroso de unos padres cuyos rostros habían terminado de desdibujarse años atrás, a desordenados juegos de niños sobre un mojado empedrado… Allí, entre la calidez de las sábanas y los restos del sueño, sus recuerdos eran más vivos.
                –¿Eh?
                La insistencia de Milo hizo que se destapara y lo mirase por encima del hombro.
                –¿Eh? –el griego repitió una vez más, juguetón.
                –Pesado…
                –¡Hey!
                Se debatieron juntos, entre risas, con la misma despreocupación y ligereza de sus juegos de antaño.
                –¡Basta! Basta… –sujetó las manos del griego y, mientras su sonrisa pasaba de la diversión al candor, contempló su rostro lozano. Nada más lejos de la melancólica lluvia que la siempre vivaz faz de Milo. El pasado podría recordarlo cada vez que lloviese, pero, justo frente a él, estaba su presente, esperando ser vivido–. Y…, ¿a dónde quieres ir? Llueve…
                –Mmm… –Entrecerró los ojos para pensarlo durante unos segundos e inmediatamente abrirlos completamente en un gesto por demás elocuente–. Mejor hagamos tiempo mientras escampa…


FIN


Una vieja postal

                En el primero, no.
                En el segundo, no.
                «Está en el cajón».
                Si, en el cajón. Pero, ¿en cuál? ¿Para qué demonios lo escondía tanto? No es que alguien fuese a entrar allí a fisgar entre sus cosas.
                Cerró un cuarto cajón sin haber encontrado lo que buscaba y… No había más.
                –¿En qué cajón? –preguntó impaciente–. ¿Dónde lo has metido?
                Recomenzó su infructuosa búsqueda.
                No.
                Tampoco.
                –Pfff… –resopló–. En serio, Camus, ¿estás seguro de que está aquí? –Molesto, metió la mano en el cajón y revolvió las pocas cosas que allí había. El tubo no estaba, pero sí que dio con algo que le llamó poderosamente la atención. Una vieja postal que, a pesar de los años, conservaba sus vistosos colores tan vivos como el primer día. La tomó con cuidado y se la mostró al francés–. ¿De dónde la has sacado? –preguntó, devolviendo la mirada a su descubrimiento.
                –De Saga –Habiendo llegado a la altura del escorpiano, se asomó para mirar la imagen por encima de su hombro–. Me la dio a la vuelta de aquel viaje a Japón. Fue su primera misión como Caballero de Géminis, ¿recuerdas?
                –Sí… Todos estábamos emocionados con esa misión; creo que más que él –Volvió la cabeza para mirar al francés–.  Yo incluso le pedí que me llevara; le juré que no lo molestaría –sonrió con nostalgia–. Cuando regresó y me la dio, recuerdo que me sentí muy especial. Siempre creí que me la había traído en compensación por no haberme llevado…  Ahora ya no me siento tan especial…
                –Uh… Lo siento… –Pegó sus labios a la piel desnuda del hombro griego y la cosquilleó con un vibrante y sonoro beso.
                –Idiota –Golpeó con la postal la cara del acuariano. Por más que su tono hubiese sonado casi neutro sabía que Camus se burlaba de él.
                El de Acuario rió suavemente y apoyo la barbilla en el lugar donde habían estado sus labios.
                –¿Sabes? Creo que justo esa fue su intención. Que todos nos sintiésemos especiales –aclaró–. Sé que Aldebarán tiene una también y estoy por asegurar que todos recibimos una igual después de aquel viaje.
                –Supongo que tienes razón –Depositó la tarjeta sobre el mueble y miró fijamente los intensos colores. Era un llamativo jardín que parecía pertenecer a otro mundo; a un lugar aparte, sereno y calmo, creado para ser contemplado–. Entonces, ¿crees que compró una para cada uno de nosotros?
                –No –Alargó el brazo y señaló la cartulina–. Mira el borde inferior. Parece como si hubiese formado parte de algo más grande y hubieran rasgado el papel para separarla –Le había dedicado mucho tiempo  a esa postal–. Creo que, en algún momento, esto fue la portada de uno de esos calendarios que suelen regalar en los restaurantes japoneses.
                Milo se dio la vuelta y lo miró con los ojos muy abiertos.
                –¿Crees que Saga los robó?
                –Tal vez… –Ladeó la cabeza–. O tal vez comió muchas veces en el mismo sitio –Se encogió de hombros–. O tal vez simplemente los pidió –sonrió–. En cualquier caso, dudo que hubiese podido comprarlos; no es que por aquí sean muy espléndidos con el dinero para gastos.
                A eso último, Milo no tenía nada que añadir.
                –¿Piensas alguna vez en él?
                Camus sólo asintió.
                –¿Crees que existe esta lugar? –Milo volvió a preguntar tras un breve silencio.
                Un nuevo asentimiento.
                –Sí. Parece ser una fotografía.
                El escorpiano permaneció callado  unos segundos y luego decidió:
                –Quiero que vayamos allí.
                –De acuerdo –Camus accedió al tiempo que abría el primer cajón de la cómoda, el mismo que Milo había abierto dos veces antes sin dar con lo que guardaba, y tomó un tubo a medio arrugar que puso ante los ojos del griego–. Pero, ¿quieres ir ahora?
                –No hay prisa…


FIN


Contagio

               –¡Vaya! Esto sí que es para ver. –Había estado parado bajo el dintel de la puerta desde hacía unos minutos. No había mucha luz en el cuarto, salvo el tenue resplandor del ocaso que, poco a poco, iba cediendo terreno a la noche. Camus estaba en la cama, pero sólo ahora comenzaba a poder vislumbrar su figura con cierta claridad; había vuelto de Siberia días atrás para entregar su reporte periódico al Patriarca mientras él estaba cumpliendo con su deber en una irrelevante misión. Por boca de Aioria había sabido que el francés estaba enfermo–. El maestro de los hielos se ha resfriado. –Con una gran sonrisa burlona curvando sus labios se acercó a lecho del doliente.
                Camus sacó un brazo de debajo de las mantas y lo dejó caer pesadamente sobre ellas a un costado. No era dueño de su cuerpo; dolía como si hubiera estado entrenando días enteros. Es más, estaba seguro de que si lo hubieran utilizado como balón en un partido de fútbol no estaría tan molido. Le dolían partes del cuerpo que ni sabía que tenía y la voz de Milo… ¡Aaah! Le taladraba la cabeza.
                –No estoy resfriado –murmuró cansinamente–. Tengo la gripe –especificó con un par de tosidos sin fuerza.
                –Ooooh… Pobrecito… –dijo, con un marcado retintín–. ¿Unos virus pequeñitos han podido contigo? –preguntó, golpeando con el índice la nariz del francés.
                –Milo… –pronunció a modo de queja lastimera.
                –Bueno, bueno… –Rodeó la cama y se acomodó junto al acuariano–. Yo me ocuparé de ti –susurró a escasos centímetros de su boca.
                –Te contagiaré.
                Milo tomó entre sus dedos el mentón de Camus y devolvió el rostro del francés a su anterior posición, ya que este había girado la cabeza para evitar el contacto de sus labios.
                –¿Acaso se te ocurre mejor excusa para pasar unos días metidos en la cama? –Alzó las cejas repetidas veces.
                Camus hubiera reído, pero dolía.
                –No será divertido si estamos enfermos.
                –¡Oh! Sí que lo será –aseguró Milo–. Y lo mejor será que como tú te curarás antes, luego te tocará cuidarme a mí…


FIN